lunes, 13 de junio de 2022

Envejecer, morir

Está siendo especialmente complicado. Envejecer, morir, se está alargando más de la cuenta. Fíjate: mis ojos cansados llevan años diciendo adiós. ¿Por qué mienten? ¿Son acaso unos impotentes? No pueden dejar de vivir, no quieren convertirse en un puñal en la garganta de unas pocas personas. ¡Ay! Envejecer, morir.

Todo es temporal. Menos mal, la verdad sea dicha; la pena es que dure tanto el dolor y las alegrías sean radicalmente fugaces —cuando las hay, si es que las hay—. Pero todo pasa. A fin de cuentas, un día dejará de dolerme todo tanto, dejaré de sentir todo en general. Morir al fin. ¿Caerá un gran telón? ¿Solo la nada? ¿La nada es negra, o es blanca? Creo que es negra. Cuando cerramos los ojos puede que nos acerquemos a algo parecido a la nada, una oscuridad penetrante, infinita. Todo es temporal pero esto dura ya demasiados años. Yo lo intento, de verdad. Hay pruebas. Heridas crónicas, cicatrices fallidas, una agonía disfrazada de cotidiana tristeza, livideces bajo mis ojos... Hay pruebas. A veces pienso que tal vez solo es un desajuste entre el "yo" que existe y el "yo" que siente: el primero ocupa una corporeidad que no le pertenece, porque el segundo está muerto —¿casi?—, y luchan por imponer cada uno sus realidades. Esa asincronía es dolorosa. 

Tal vez, tal vez, tal vez... Pasa el tiempo y voy avanzando y voy haciendo cosas e intento no estar parado pero todo por dentro, todo, absolutamente todo, está en un permanente derrumbe. Soy una estatua que por dentro se deshace y no acaba de romperse. Mi rostro, ¡ay! ¿Qué dice ya mi rostro? No lo sé, me miro al espejo y no sé qué hacer con este cuerpo, con esta corporeidad, con esta existencia. Yo estoy cansado, estoy agotado. Tengo que trabajar. Vivo para trabajar. Ahora mismo no es el único motivo de que esté vivo pero pronto lo será, y es asolador. No disfruto en absoluto la existencia. Vivo hacia adentro para observar mi dolor y lamerme las espinas y hurgar en las heridas ya infectadas y cronificadas, sin arreglo. Estoy cansado, y estaré cada vez más cansado. Estoy aplicando una visión científica, proyecto una tendencia que lleva años repitiéndose en mí: cada vez más soledad, más dolor, más cansancio. El modelo es errático, lo reconozco. Según las predicciones, cada bache —dentro del hundimiento permanente, entiéndase— es el último, cada vez es la última y temo no poder continuar. Y de veras que en el fondo nunca he sentido que me quedase una leve chispa, una pequeña cantidad de energía con la que continuar —no salir; de aquí es imposible salir—. Pero últimamente esto es demasiado profundo, hondo, oscuro. Y me temo que esta va a ser otra última vez, pero no la última. Deseo terminar con todo, que deje de doler, que no se me pudra el pecho como se me pudre cada día, que no malgaste mi cuerpo existiendo solo para lo que me obligo hacer. Estoy cansado de obligarme a ser, a existir, a no poder descansar. Quiero que deje de doler. Envejecer, hecho —¿hecho?—, morir, en proceso. Qué largo camino. Todo es temporal. 

La sensación de no-pertenencia a un mundo hostil es en parte agradable, por no formar parte del infierno, y al mismo tiempo resulta insoportable, porque dentro del infierno es imposible el bien. Yo solo quiero que el bien triunfe, pero es imposible ya. Por eso tampoco tengo fuerzas para luchar —pero lucho, aunque sea dejando mi cuerpo en la calle; de cualquier modo, me avergüenza que mi mayor acto político se limite en tantas ocasiones a existir sin más—. Y también me someto. Me someto permanentemente. Desde que voy a trabajar, hasta que asumo la barbarie encerrándome en mi cama, intentando eludir el mundo y la miseria que deja este orden tan cruel. Y no lo soporto. Tanto resistir a veces es una derrota; no hay orgullo alguno en vivir con esto. Me cuesta mucho vivir, tal vez por algo endógeno, pero que el mundo se haya consolidado como el infierno de los vivos es una cosa que no ayuda. Estoy cansado. De resistir, de permanecer, de quemarme con todo porque todo arde y mi piel es frágil, y mis ojos se abruman con la luz del fuego, y me asfixia pensar que hoy, tras el fuego, todo se convierte en ceniza. Estoy cansado. Lo repito: estoy cansado. No sé cuánto tardaré. Envejecer, morir... 




Envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.

jueves, 31 de marzo de 2022

Cuantísimo he perdido

 Hace tiempo que no tengo tiempo para pensar. Y lo cierto es que llevo un par de meses en los que el tiempo libre me sobra. Lo he invertido en varias cosas. No vienen al caso. Pero he pensado, sí. Me he preguntado por mí, por este camino, por todos los caminos que han sido posible y que por la decisión del sentido único no se hicieron realidad. Uno puede marcarse un objetivo. Sacar esta carrera. Y fallar. Y volver al origen para empezar de nuevo. Pero nunca es del todo de nuevo. Y elegir otra carrera. Y acabarla. Y caer en la enorme torpeza de plantear la vida como una línea imperturbáblemente recta en un mapa riquísimo de experiencias, de personas, de cosas bonitas. Así he sido yo.

Es cierto que yo y mis circunstancias. Es cierto que demasiados cambios drásticos de planes. Es cierto que aquellos años actuamos peligrosamente. 

La depresión y la ansiedad generalizada son cosa mala. Te hacen emprender el camino como si tuvieras unas anteojeras, como los caballos, ocultándote todo lo que hay alrededor. Desde luego, poco importa la realidad en estos casos, pues lo verdaderamente importante aquí es cómo experimentamos esa realidad. Hablo ahora, desautorizado con razón por el pasado, desde un presente de relativa calma emocional. ¿Quizás se trataba de economía energética? Puede ser. La cuestión es que mi objetivo era terminar unos estudios. Eso era lo primero. (Ay, qué desastre.) Así que había que priorizar energías. Lo social, lo afectivo, lo político, lo personal incluso, quedaba todo relegado a un segundo lugar para el que no quedaban energías. Podríamos decir que estas son dos enfermedades mentales que pretenden quitarte todo lo importante, y el capitalismo se encarga de que así sea, de que cualquier mínimo intento de salir quede reprimido por la necesidad de ser productivo en lo académico o laboral. 

Y ahora que habito unos meses en los que ni tengo que estudiar, ni tengo que trabajar, pienso. Y, joder, cuantísimo he perdido. Cuantísimo, cuantísimo, cuantísimo. Con especial mención a la causante de todo esto: la enfermedad mental. Cuantísimo. No puedo sentirme culpable, sería absurdo. Había un titán pisándome el cuello. Ahora sigue, pero estoy tirado en un suelo de inacción, yermo de todo. Nada me cuesta hoy si nada intento, aunque respirar sigue doliendo igual. Tal vez sea que estoy reduciendo daños a base de no hacer nada. ¿Economía del sufrimiento? Sí, lo sé. Cuantísimo he perdido por no sufrir de más, por estar ya sufriendo demasiado. 

¿Todos esos amigos que no existieron, que no dejé entrar en mi vida? ¿Esos lugares que no he descubierto por estar encerrado en mi habitación, entre sábanas, lleno de pena? ¿Qué hay de los libros para los que no he tenido fuerzas para leer, o escribir, o recomendar? ¿Y el amor? ¿Sería el amor de mi vida y yo tuve que irme? Tuve que irme. ¿Y el amor? Estoy cansado.

Me hago mayor. Sé que constantemente todo el mundo se hace mayor. Pero me hago mayor, dentro de la parte de verdad que encierra el tópico. Ya no volveré a ser un estudiante, dentro del rol social de estudiante. Y no es que lo extrañe. Hace tiempo que no soy joven (¿lo he sido en algún momento?) porque no cumplo el rol social de ser joven. Me hago mayor, y aunque sea un tópico, pienso en todo lo que he perdido porque ya nunca más podrá ser, y nunca fue. Un poco como dice Amaia, ¿no? "Miro al suelo al andar, ya he conseguido aceptar que hay cosas que nunca me van a ocurrir." En fin. El tiempo pasa. La juventud se va, e insisto, no es que lo extrañe, pero el tiempo es muy traidor y al principio hasta me sentí mal por todo eso que no pudo ser. Quiero decir, como si yo, "un señor mayor", mirase mal a mi "yo joven" y le echase una bronca (con lástima, sin maldad) por no haber aprovechado la juventud. Por haber tirado tanto tiempo, tantos caminos, tantas opciones de, a fin de cuentas, vivir. Porque ciertamente la vida es un mapa enorme repleto de personas, lugares y experiencias maravillosas. Es un viaje, sí —por dios, cuánto tópico—. Y como en los mapas de carretera, podemos marcar con una chincheta nuestro destino y buscar el camino más directo, rápido y económico, y así es como yo elegí una ruta. Pero la vida es otra cosa. Una autovía es muy áspera, muy distinta de lo que realmente es la tierra que se atraviesa. Transitar es también un modo de habitar, de ser. Alrededor de la autovía hay tantísimo por ver... 

Pero la enfermedad mental no deja otra opción. Bastante me cuesta ya ponerme en marcha, bastante lento voy, pese a ir a todo lo que puedo dar. Es jodido. Voy a tener un poco de clemencia y voy a preguntarlo en vez de afirmarlo: ¿Cuánto he perdido? Quiero decir, se pierde lo que en algún momento se tuvo entre manos. ¿Yo? ¿Acaso tuve algo? Ah, amor, sí. Tuve que irme. Tendré más clemencia aún, seré justo: cuantísimo me ha arrebatado esta enfermedad. La vida entera perdida. El tiempo pasa, me hago mayor. El triste joven, ya adulto, ya cotizando, tiene ante sí un mapa que trazar. Sé perfectamente que mi vida va a ser igual que estos últimos cinco o seis años: una sucesión de decisiones bajo el único propósito de la supervivencia. No puedo vivir. Me haré más mayor todavía y no podré tampoco vivir. No podré construir nada. Aspiro a trabajar. ¿Qué otra cosa? ¿Amar? ¿Imaginas? Triste muerte. ¿Me hago mayor? Debería dejar de contar años, como hacen con los muertos. Me hago mayor, y hace años que no vivo. Maldita enfermedad mental, sentencia de muerte, tiempo engañosamente detenido. 





El sueño va sobre el tiempo 
hundido hasta los cabellos, 
hundido hasta los cabellos.
Ayer y mañana comen 
oscuras flores de duelo, 
oscuras flores de duelo.

sábado, 26 de marzo de 2022

Bien

— Ha pasado mucho tiempo, ¿cómo estás? ¿Cómo han ido esos planes?

Probablemente piense que no es para tanto. Que quizás engrandezco esta herida o veo todo más negro de lo que en realidad es. Bien. De tanto disociar, la mente se olvida de un cuerpo inexpresivo, inexperto en lo social. Bien. Mírame, estoy aquí, he venido por mi propio pie. Bien. Considero que será poco fructífera esta cita, y es por eso que la imagino y la recreo en este rinconcito de sombra. Cualquiera puede entrar. Bien. Dilo. Vamos. 

— Bien. Bueno, estoy aquí, así que bien no es un estado lógico. No he mirado demasiado las cuchillas de afeitar.

Bien. Es cierto, bien, no las has mirado. No las he mirado. Hace algunos años que pienso en la elegancia. Solo se muere una vez. ¿Sí? No lo creo. He muerto decenas de veces. Cada vez que vengo aquí es porque alguna vez creí que no quedaban vidas por arrebatarme, pero siempre miente la sensación de final. O siempre es el mismo final. Y siempre es la misma muerte, la misma vida arrebatada. Estoy cansado.

— Los planes. Hablamos de seguir trabajando las cosas que te hacían bien, ¿recuerdas?

Ah. Sí, mis objetivos a corto y medio plazo, ya. Los alcanzo, los alcanzo todos. ¿Y qué? Espero de ellos un mínimo de satisfacción. No. No satisfacción, no es eso. Espero de ellos un mínimo de realización, de certeza de no-estar-muerto, pero solo son una lista de ¿logros? Ah sí aprobé dos oposiciones, ah sí tengo plaza en lo-que-quería y donde-quería pero no sé a quién pretendo engañar si lo único que quiero es dejar de sufrir y de perder y de estar malgastando la vida los años la piel los huesos.

— Bueno, objetivamente bien. Muy bien, de hecho.

Sí. ¿Quién no estaría contento? ¿Quién no estaría orgulloso? Una vida activa, relevante, trascendente, rodeado de gente que te aprecia y que te valora, que piensa en ti como amigo, líder, cuidador, como alguien admirable. No. Por dios, no. Lo único que soy es un ejemplo de cómo una terrible angustia vital te pisa el cuello y te escupe y te ensucia y te aparta del mundo y no hacer nada por cambiarlo.

— ¡Vaya! Eso es genial.

Hemos llegado al punto en el que entro en segundo plano. Mi consciencia de muerte me dice al oido: ¡ah! Has vuelto a perder. Según cualquier lógica debería estar bien. Mejor. ¿Mejor? Mejor al menos. Tampoco es complicado, reconozcámoslo. Mi consciencia de muerte me dice al oido: ¡sí! Todo eso es verdad, pero para los vivos; tú estás muerto. Y me limito a darle la razón.

— Creo que podríamos ir retirando medicación.

Lo creo. Sí. En mi última analítica mi hígado ha empezado a avisar de que son demasiadas cosas lo que tiene que metabolizar. Desde hace demasiado tiempo. Así que, sí, creo que deberíamos empezar a retirar la medicación. ¿Acaso soy psiquiatra? ¡Idiota! No. No hace falta. Sí. Haré una retirada progresiva. Primero alternar 100 y 50, un día uno y otro día otro. Luego solo 50. Luego alternar. O no. ¿Y las de por la noche? No lo sé. Tengo miedo. ¿Tengo miedo? No lo sé. 

— Claro, tú ya sabes cómo. 

Estoy cansado de una sentencia tan pero tan pero tan definitiva. De saberlo. De no haber otra salida. Siempre hacia adelante y siempre desde el mismo lugar. Estoy solo. Me estoy quedando solo. ¿Más si cabe? No puedo cuidar a nadie desde esta desgraciada enfermedad. No puedo crecer, no puedo vivir. Mis planes, ¿sí? Objetivamente genial, subjetivamente para qué quiero una plaza si no quiero trabajar si no quiero ganar dinero si no quiero vivir en definitiva. La vida es una experiencia dolorosa para quienes tenemos esta suerte. ¿Conservo la capacidad de amar? ¿Acaso añoro afecto? Qué más da, qué más da. Estoy cansado. Pesa mucho todo. Duele mucho estar despierto. Bien… Todo bien. Pero duele demasiado.




Y me vuelvo a caer desde mí mismo al vacío, a la nada.