sábado, 23 de octubre de 2021

Dama de noche

Dicen que el olfato es el sentido más emocional. Existe una relación entre la memoria olfativa y la memoria emocional que se esconde en el sistema límbico (insisto, dicen). Es, desde luego, el más íntimo y el más cabrón. Anoche la luna estaba pletórica. Me llegó un viento cálido con su olor de noche de otoño malagueña y volví a partirme en dos. El recuerdo emocional de cuando éramos indiscretos y yo sabía vivir se clavó en mi garganta. Subí las escaleras y la dama de noche seguía en flor regalando ese aroma tan dulce. El recuerdo emocional, sí, de la paz de haber pasado una tarde contigo, vuelve estacionalmente, se reagudiza entre otoños y primaveras. Cuando era un niñato perdido y sin rumbo pero con la certeza de quererte, cuando al menos latía un corazón y unas manos lo acariciaban en mi pecho, cuando había vida y algunas luces. El recuerdo emocional de estar vivo puede olerse en esta ciudad húmeda, niña del mar. Soy un gato viejo y cansado y muerto y comido por el asco del mundo. Tú has domado a los demonios de los que hablabas con la cabeza apoyada en mí. Bien... Bien. Hay que saber reconocer una derrota, hay que saber morir, hay que saber respetar a los vivos y hay que saber ser un muerto. Habitamos mundos distintos: a ti la vida te reconoce como propia y a mi la muerte me acaricia la nuca con unos dedos de óxido. 


Yo he vivido hasta que nos dejamos. Maldita sea esta enfermedad. Te escribo con la seguridad de que probablemente sigas sin entenderlo del todo. Es la incomprensión del que sabe vivir, y por eso, amor, me alegra no ser entendido, que pienses que no te quiero, que no supe hacerlo, que tan solo era cuestión de voluntad. No. No cualquiera puede vivir con un enfermo, con un muerto. Seré sincero una vez más, yo soy una estatua de piedra hundida en un pantano. No puedes negarlo, yo no sé vivir, no puedo vivir, y es por eso que apenas tengo contacto con el mundo. Me agota tanto todo... Y esta pesadez, esta bruma, lo mancha absolutamente todo a mi alrededor. Si hubieras seguido aquí... ¿Te imaginas? Pobre. No. Pero no me des las gracias, por favor, no lo hagas. Es humillante agradecer al rendido, al que pierde, al que se sabe derrotado y lanza al barro su bandera. No me humilles, amor, que no puedo ya ni llorar de vergüenza. 


Voy caminando y me sobran los brazos. No me faltas pero me sobran mucho mi presencia y mis ausencias. Habito en un stand by en el que finjo ser un adulto funcional, excepto por lo social-afectivo. Una única amistad tengo, una única persona de verdad con la que puedo quitarme la máscara y que me acepte. El resto huye. El resto no quiere cosas feas, tristes, aburridas. No pasa nada. Pero el mundo, como tantas veces hablamos, sin amor no es más que existencia vacía y sin rumbo. ¿Yo qué hago? No respondas. ¿Yo qué hago? 





Aquella luz que iluminaba todo 
lo que en nuestro deseo se encendía 
¿no volverá a brillar?


domingo, 4 de julio de 2021

El luto propio

 —Y, bueno, Guillermo... Porque, ¿cuál es el origen de todo esto? ¿Cuándo empiezas a notar esto?

A posteriori me sorprendió que esa pregunta saliera tan tarde. Quizás fuera así por la urgencia de otros asuntos, o por la máscara, o por la evidencia de que la respuesta posiblemente no importase mucho.

—A tener consciencia de esto, o, mejor dicho, de las dimensiones de esto, hace unos seis años. Tal vez cinco. Pero llevaba ya tiempo aquí dentro, el cambio en realidad fue antes. Lo sé ahora echando la vista atrás. Al principio lo canalizaba proyectando asco o rechazo hacia los demás, lo merecieran o no. Ese malestar que no identificaba del todo lo gestionaba así. Estaba mal, pero tenía energía suficiente como para revolverme contra el mundo. En esa gestión violenta y explosiva he tratado mal a personas que no lo merecían, que me querían. A pocas, porque siempre he tendido al aislamiento y a la soledad. El caso es que esas mismas personas me trataron de abrir los ojos. Guille, tú no estás bien, me decían. Yo lo negaba. Se lo negaba a mis padres, se lo negaba a mi pareja. Y me lo creía. Le echaba la culpa al mundo; vivimos en una realidad tan cruel que es normal estar mal, que lo raro sería precisamente estar bien, disfrutar esta vida tan injusta y tan a rebosar de penas y angustias. En fin. Es cierto, el mundo es un desastre depresógeno, pero yo "no estaba mal", me veía más cuerdo y racional que nadie. Luego me quedé sin fuerzas. Me dejé caer. Aquello fue en Madrid. Fui consciente entonces de que sí, de que estaba mal, de que no me quedaba energía, y me limité a ser, como un trapo. 

—¿Identificas algún cambio vital importante que pudiera desencadenarlo?

Demasiados, pensé. 

—Coincidió con... Bueno, el irme a Madrid de hecho fue una huida hacia adelante, dejando todo atrás desordenado. Como cuando en las películas la policía llega a la casa del malo y se encuentran que no hay nadie, pero el café está todavía caliente. Algo parecido. Yo tenía antes un plan de vida que no pudo ser, así que aposté por algo completamente distinto. A priori parecía una buena idea, pero no tenía plan B. Ni entonces, ni antes. Ni ahora tampoco. Podría decirse que sigo en esa huida hacia adelante.

—Entiendo. ¿Consideras que estás igual, mejor o peor que entonces?

Matices, matices, matices... Ay, ¡qué difícil la rotundidad!

—Mejor, diría. Pero no sustancialmente. Sigo siendo un trapo que existe. Un trapo funcional, porque hago cosas, porque a ojos de los otros puedo parecer normal, sano. Sí. Pero sigo en la misma angustia y depresión de entonces. Desde hace, eso, unos seis años.

La mascarilla neutraliza más aún mi expresión. Suele haber una disonancia extrema entre lo que expreso y cómo lo expreso. Soy un muerto diciendo que ha muerto, y nadie puede imaginárselo. Disonancias, disonancias. Vi su mirada puesta en un punto tal vez aleatorio de la mesa. Poco tiempo, parecieron segundos, pocos segundos, pero quizás no llegó ni a uno. Sensación típica de cuando uno acaba de abrir una herida mortal, aunque sea lenta, lenta, lenta.

—Es que, ¿sabes a qué me suena? Parece que estás hablando de un duelo. Primero ira, luego negación, más tarde depresión... Lo normal sería avanzar hacia una fase de aceptación, pero no la alcanzas. Estás haciendo el duelo de ti mismo, de la vida que tenías planeada, pero esa vida ya no la puedes tener. Ese Guillermo está muerto.

A partir de esa respuesta me quedé sin palabras. Como un muerto que guarda su propio luto. Ese Guillermo muerto soy yo. Más adelante en la sesión me dijo que debía reconstruirme, convertirme en quien quiero ser. ¡Ay! Yo, que no quiero ser. Mis poemas lo dicen todo al hablar de la ceniza, de la herida que soy. 

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Quizás acertó de lleno con el diagnóstico —¿o metáfora?—, he estado dándole vueltas. Esta idea de un yo que ha muerto necesita del antecedente histórico de saber cómo era antes: risueño, inocente, curioso, feliz. Adulto precoz, infancia imposible. Se torció, y murió. Ahora soy esto que conozco desde hace unos seis años pero que en realidad tiene más tiempo. Tengo seis años de muerte y otros tantos de agonía, de gestación de esta muerte. Sin embargo mi consciencia permanece. ¡Yo! ¿Quién? ¿El muerto? ¿El que está por construir? Soy ceniza, un fantasma, un cadáver funcional. Pero estoy muerto. Y estoy guardando un luto, haciendo mi propio duelo. ¿Cómo matar a un muerto? ¿Cómo volver a nacer? Ser otro. ¿Ser otro? ¡Ay!





domingo, 6 de junio de 2021

Abismal



Ahora toca olvidarte. Es ridículo. Desmontar las ilusiones, desarmarlas del todo. Nunca fueron nada, un reflejo, un deseo. Sin embargo ya es certeza, ya es el fin del todo. Antes cabía la esperanza, ¿quizás? Mirases dentro de mí, te dejases ver a ti por dentro. Pero siempre perfecta, impenetrable, sin ninguna fisura. No había en ti hueco alguno por el que mirar, al que asomarse. ¿Serías qué? ¿Acaso es una invención mía? ¿Qué hay dentro de ti? Ya da igual. Te vas a otra parte, a cualquier otro lugar. No es aquí, y en realidad nunca lo fue. Siempre tan lejos... Distancia abismal. 


Yo soy una grieta. De mí se ha ido toda la luz. Es normal, amor, es normal que no quieras acercarte más. Es normal, amor, es normal. Maldita sea esta enfermedad... Maldita esta pena, maldita, eterna pesadumbre. 





Voy a echarte de menos. No sé por qué. 




martes, 18 de mayo de 2021

No hay más

Me asfixia. 

Quería escribir algo que lo explicase, pero no puedo. No sin repetirme, quiero decir. Aun así lo haré. Voy a repetirme, voy a escribir lo mismo de siempre, voy a mirar a los mismos ojos de siempre. Estoy triste cansado agotado exhausto acabado. Soy un cuerpo vacío lleno de nada y esta nada duele y angustia y quema pero es una quemadura por frío, por inacción, es una quemadura que nace de la muerte, del no tener nada, del equilibrio del mundo y estar yo en la balanza de las cosas que por dentro son el desastre y que por fuera pasan desapercibidas. 

¡Mírame! Grito.

Estoy perdiendo. Todo, todo, todo. Miro al espejo —es un tópico, lo sé, lo sé, me vuelvo a repetir— y no están esos ojos. Mi rostro. Cansado, decrépito. Puedo ver mi corazón; energía muerta, gasto innecesario, largo tiempo perdido. Estoy perdiendo todo: la capacidad de escribir, de pensar, las ganas, el aire. ¡La vida! Ay. Vivir. ¡Quién pudiera! Grito. No mires, no mires. La pena es algo a lo que no se debe mirar demasiado. Se cae. Uno se cae dentro. No sale. Digo lo contrario, lo sé. Lo sé, lo sé todo. Miento. Vas a ponerte mejor, de esta saldrás. Sí. No. No. No salimos. Vivimos atados al mástil de una identidad rota, enferma, patológica. Yo no soy esto, una mil veces repetiré la mentira: yo no soy esto, yo no soy esto, yo no soy esto. 

Entonces, ¿qué?

¡Mírame! Yo soy barro soy ceniza soy sangre desperdiciada, vida que no se mueve, muerte que se disfraza cada día. Esta falta de sino de voluntad de un para-qué-todo-esto. ¡Yo! Anti-vida, más que muerte. La muerte es paz si es el final de este dolor. Abrazo mi cuerpo. Atrapados, nos queda demasiado tiempo sangrando. Me duele. No me mires, por favor. Si no lo entiendes no me mires.



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Tengo que cuidarme. Es una prescripción médica. 


—Priorízate, Guillermo.

Ya. No. Priorizarme es dejarme caer. Si me hago caso me suelto de los clavos a los que me agarro. Mi rutina es una excusa sin final. Y eso mata lento. Lento.

—Tienes que descansar, Guillermo.

Sí. Imposible. Si no, ¿qué? ¿Abrazo este cáliz que se acerca? Con veneno, con un volumen infinito del veneno más letal que existe: esta falta absoluta de motivación, de refuerzo, de ganas.

—Vamos a subir la medicación.

Comprensible. Hemos agotado demasiadas puertas. Mi espíritu está caquéctico. Nada bueno se mueve aquí adentro. En mi cabeza. Mi desgraciada cabeza, mi desgraciado desorden. Mis realidades afectivas, mis carencias, mis carencias, mis carencias. Mi anormalidad.

—Te veo peor.

Cada día la cubierta se rompe un poco más, un poco más, un poco más. Tengo miedo. ¿Cuándo? ¿Cuándo el colapso? No sé, no sé. Parece que siempre. Parece que siempre estoy al borde. Parece que paseo por el acantilado cada mañana. Que escupo el café. Que degluto. Degluto. Degluto. Y un día más. Y un día menos. Y una angustia más, un dolor más, una grieta más. 


Mala suerte. No hay más. No hay más. 

martes, 9 de marzo de 2021

El cáliz

Sostengo un cáliz. Muero de sed. Bebo el veneno. 

Llevo años muriéndome y el error poco a poco se convierte en hiperrealismo, presente hipertrofiado. Llevo años viendo de lejos acercarse el camino a la muerte. Hay ante mí un cáliz. Toda la sangre que he perdido estos años viéndome morir, toda la sangre que perderé mientras muero el resto de mi vida, toda mi sangre cabría dentro del cáliz. La sangre que es y la que aún no. La que ha brotado, la que brota hoy, la que brotará mañana. Toda cabría. Muero de sed. ¿Qué guarda el cáliz? Lo sé. Guarda un veneno que es angustia, que es mi asfixia. ¿Bebo el veneno? ¿Muero de sed? Qué hacer. 

La vida, qué cosa de errores y angustia. La muerte qué tierna, qué lejos todavía; único destino.
Para no morir de sed
bebo del cáliz que sostengo
un veneno lento me mata lento
me muere lento me hace desaparecer
lento pero
ya es tarde porque siempre ha sido tarde, porque estoy en el mismo sitio en donde me llegó la muerte en donde me llegará la muerte en donde 
soy incapaz de vivir 
porque muero de sed 
y bebo el veneno 
para no morir de sed.


¡Ay! La pena. Me estoy enterrando vivo. Estoy apuñalando lento lento lento mi cadáver. Lo estoy consintiendo. Me miro a los ojos. Soy incapaz. Ay. Pena. 


domingo, 21 de febrero de 2021

El continuo pre-colapso

Alguien ha gritado. Alguien ha dicho «¿por qué no te mueres ya?» y nada más; después de gritar se ha hecho el silencio. Creo que no dijo nada más, pero no importa; puede que me lo esté inventando y nadie haya gritado nada. El caso es que yo he pensado que alguien gritaba «¿por qué no te mueres ya?» y entonces he empezado a lucubrar sobre ello. No me refiero a pensar por-qué-no-me-muero-ya sino que más bien he tratado de imaginar una teoría de la temporalidad. Lo que me interesa de la pregunta que alguien en mi cabeza lanzó a gritos es el «ya». La instantaneidad del ya, la perdurabilidad de lo humano. Ese «¿por qué no te mueres ya?» sugiere que hay alguien que piensa que otra persona debe morir ya. Presupongamos esto: hay un fin subjetivo. Y esto es lo que me atormenta. No verlo. 


Alguien ha gritado pero en este sentido me es completamente indiferente al proceso mental que he emprendido. Me inquieta algo que, si bien no es exclusivo de mi propia experiencia individual (sino que es algo colectivo, creo), he experimentado como si así lo fuera. Yo y mi temporalidad subjetiva. Yo y este dolor permanente, esta angustia inexpugnable. Alguien ha preguntado «¿por qué no te mueres ya?» y yo he entendido «¿por qué no colapsas ya?». No es lo mismo. ¿Sí? No. Vivo al borde de un colapso permanente. Parece que absolutamente todo va a saltar por los aires esta misma tarde, pero mañana apago el despertador y preparo café y todo sigue. En un continuo estado de pre-colapso. Y a mí me duele más cada vez.


Es pesado soportar el desastre. Cansa esta horrible maleabilidad emocional del ser humano que hace de ese colapso algo dinámico. El umbral del desastre va moviéndose, parece que nunca voy a alcanzarlo. Sí, yo cada vez peor, cada vez más saturado de todo, más colapsado, más triste angustiado cansado al límite, pero el umbral real del colapso se desplaza unos milímetros justo cuando voy a rozarlo con la punta de mis dedos pálidos y fríos. Creo que no dolería tanto si no fuese eterno. ¡Ah! Sí, la eternidad es hasta donde yo llegue, y de momento hasta cuando yo llegue. Me hago infinito. Cabe en mí infinita angustia infinito dolor infinita ansiedad desesperación rabia tristeza. Por eso nunca colapso, pero cada vez tengo más pena aquí adentro. 


Estoy cansado. De que sea siempre lo mismo, de que se acumule la tristeza y de que se repita cíclicamente la pregunta en mi cabeza, cada vez con más sentido.