Obcecado en mi mandato de ausencias, tuve fe en las murallas de mi reino; nadie más había querido entrar, pues solo yo y mi omisión estábamos tras ellas. Pero ese rumor ávido y certero se acercaba. Solo era un rumor, no existía, solo eran las aspiraciones heladas de un cuchillo a kilómetros de mí. Sin embargo, olvidé que al ver el verbo, éste toma existencia indiscutible.
Con mi virgen divinidad abandoné el asiento, y tras la ventana cerrada, la batalla más sangrienta e ignorada se cobraba en cada palabra un trocito de vida. Tomó sentido entonces el rumor, y ya no era un canto burlesco dibujar la hoja de la guillotina en un papel de seda. Contemplando la muerte bailando entre dos cuerpos, sonreí. Yo era quien no le seguía el ritmo.
Comprendí que no era un castillo, sino un templo; que no era un rey, sino un Dios que ignora las plegarias de su creación; que no tenía más poder que la soledad, que solo tenía compañía en el infierno donde se mueren por volver.