A lo largo de mi vida he tenido la suerte de ir desarrollando desde bien temprano un alma estoica y apartarme de las corrientes mayoritarias a la que empuja sin escrúpulos una estructura social con intenciones muy bien definidas y limitadas. No tomar parte de los placeres artificiales que se nos ofrecen desde el momento en que empezamos a consumir, me trasladó a otro lugar desde donde hacer mío aquel prisma de crítica y distancia con lo que allí abajo, tristemente acontecía. No fueron pocas las violentas aproximaciones obligadas ─guardando siempre la digna distancia─ a ese páramo de inconscientes sin razón que solo fluyen, así que pude observar de cerca sus movimientos, sus ojos inertes, los cuerpos cansados y en un volátil movimiento prediseñado.
Todo aquello que hacían los otros les servía para llenar los vacíos internos que tiene el ser humano desde su aparición en vida. Hay quien se atreve a llamarlo "motivaciones", como si realmente hubiese una explicación lógica al ciego devenir de la mayoría. La cuestión es que la consigna dominante lleva muchos años siendo "debes ser feliz, ese es el fin de tu existencia". Pero no se quedaba ahí; aquella voz demiúrgica sentaba además las bases del camino para esa meta. No era una sola senda, el plan estaba bien fabricado. La estructura está preparada para distintos tipos de individuos. Desde el estoico que busca formar una familia, comprar una vivienda y morir poco después de pagar la hipoteca y los estudios de sus hijos, hasta el crápula cuya única meta es tener varios coches, muchas mujeres y no pensar en lo que sucederá dentro de tres días.
Hay, pues, mentiras para todos los gustos de la mano de la sólida y translúcida ─transparente para la mayoría─ estructura que nos pretende doblegar. Sin embargo, como decía, pude apartarme de ello. Era hora de romper con todo; cualquier momento es bueno para ello. Pero romper con la estructura consiste en salirse de ella. Es imposible acabar con algo tan inmenso formando constantemente parte de ello; desde la individualidad de nuestras acciones es el único lugar donde podemos dibujar un nuevo relato. Desde luego no será un relato para exhibir, no será algo que compartan otras personas, porque es, precisamente, individual; esquiva la trampa del sujeto social, rechaza las cadenas del grupo, la asfixia de la masa que engendra cientos y cientos de personas en soledad que creen estar acompañadas por notar un breve halo sobre su hombro, sin percatarse de que no es más que la pronta asfixia o continua agonía de alguien que probablemente quiera aprovecharse de su espalda.
Por ello no es de extrañar que, llegados a este punto de creación de valores, este precioso lugar en el que me visto sin los grilletes de ideas lanzadas y hundidas en lo más profundo de un ser humano, me plantee mirar, no ya hacia arriba ─la cumbre en este aspecto está alcanzada─, sino hacia un horizonte vacío. ¿Habrá algo más ahí? Algo que ya estuviera antes de yo llegar, algo real más allá de las manos ingenieras con las que construyo. Observo también bajo mis pies: ¿pude yo, en algún decadente momento, ser como ellos?
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