El amor es otra cuestión que quizá sea el centro de su tormenta particular. Padece de una incapacidad emocional total de hecho: en cuanto se plantea siquiera amar (como si fuera algo que se plantease en términos teóricos, y no una verdad que brota del fondo de su ser), se clavan en su alma verdades como flechas bañadas en venenos artificiales. Dice que este mundo no permite amar bien. Dice que estamos sobreexpuestos. Dice que no puede darle a nadie una vida bonita. Lo peor de todo es que tiene razón. ¿Qué vida puede dar si él no quiere vida? Dice, por último, que si algo ha aprendido es que nunca hay que permitir el dolor que se pueda evitar. Por eso no habla con nadie, por eso vive encerrado entre libros y canciones tristes que le hacen sentir bien, no por la tristeza, sino por la comprensión.
Pero, de cualquier modo, está cansado de que duela tanto. Y entonces yo me vuelvo a asustar, porque tiembla la isla entera, se quiebra el suelo y un estruendo parte todo por la mitad. No quiero ser ese muerto viviente cuando sea mayor. No quiero no tener otra salida más que la muerte.
Dije de niño cuando supe
lo que estaba por venir.
No quiero llorar, quiero gritar de impotencia, pero no sale la voz.
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