De pequeño aprendí que el lenguaje solo es una herramienta, que las cosas que lo transcienden no dependen de las palabras ni de los fonemas siquiera. Recuerdo un viaje en coche ─tendría unos 6 años, tal vez 5─ en el que repetí en mi cabeza muchas veces la palabra barco. No sabía por qué, quizá solo era la curiosidad de un niño intentando desgastar las palabras. Barco, barco, barco, barco, barco... Entonces pensé, "qué rara me resulta la palabra barco ahora".
No sabía en aquel momento si volverían a cobrar sentido esas cinco letras puestas en orden. Puede que hasta sintiera miedo. Ese miedo que se tiene a las cosas que ya no son como antes.
Algo parecido creo que me ocurre, de manera inconsciente, con la palabra esperanza. Estos últimos años han sido esencialmente eso. Sperare en latín, y el sufijo -antia que dota de cualidad a las palabras de acción. Esperanza... Y de tanto y tanto repetirla, creo que, igual que la palabra barco, poco a poco se desgasta, pierde fuerza, muere su sentido más profundo.
Estoy cansado de mis segundas oportunidades. "Tal vez en la universidad..."; "Puede que en Madrid..."; "Quizá volviendo a casa..."; "Igual en Enfermería..." encuentro mi sitio... Y no funciona. Esperaré al "Es posible que cuando trabaje...", "cuando conozca a alguien", "cuando encuentre un sentido"... Todos esos clichés volátiles de esperanza hueca.
Quizá sea mejor ─como tras cada caída─ reconocer la derrota y aprender a sobrevivir una vida que jamás podrá ser vida. Vida... Tantas veces repetida y aun no sé qué sentir cuando es. No me dice nada, solo me invita a salir. La vida que es camino, y mis pies abrazan un horizonte que solo alcanzan a ver el precipicio al que arrojar un cuerpo sin vida. Camino que no quiero caminar, pues solo queda un paso para el final.
Todavía no es el momento.
Y hoy es siempre todavía.
Seré eterno, en caída libre, un completo desconocido entonces.
No hay comentarios:
Publicar un comentario